viernes, marzo 13, 2009

Historias contadas por sus protagonistas

Varados en la Antártida: un viaje de ocho horas que se transformaron en seis días
Por Leonardo Fredes
publicado en : telam.com.ar
12 de Marzo de 2009

Un periodista de Télam que se encuentra en la Base Jubany junto a otros cuatro colegas, relató la aventura que vive en el hielo mientras espera que se den las condiciones para emprender el regreso. Las ganas de volver, mezcladas con el descubrimiento de lugares y nuevas costumbres.
La posibilidad de conocer la Antártida, de pasar algunos días, aunque sea algunas horas, en un lugar al que no llegan vuelos comerciales y donde se pagan fortunas por recorrerlo en cruceros, es casi irrechazable. Pocos se animarían a negarse a este desafío, aún con un importante riesgo incluido en la aventura: quedarse varados en el casi inhóspito continente blanco.
Justamente, lo que nos sucedió a cinco periodistas que llegamos a la Antártida con la idea de permanecer ocho horas y que ya llevamos seis días y casi 18 horas (bien contados, para eso sobra tiempo) en los que se mezclan las ganas de volver con el descubrimiento incesante de cosas, lugares y costumbres nuevas, y que, sabemos, difícilmente se pueda volver a repetir.
Quisieron las condiciones meteorológicas, o la suerte, o la desgracia (según el momento en que nos encontremos), o el destino, o vaya a saber cuál de todas las conjeturas que pensamos en estos largos días, que estemos aún en la base Jubany, una de las seis permanentes que tiene la Argentina en la Antártida y la de mayor desarrollo científico.
Justamente esta última condición le da un matiz distinto a la de la reconocida y difundida Marambio, una base de mayor presencia militar. Aquí científicos de diferentes nacionalidades, con supremacía de argentinos, interactúan casi por partes iguales con la dotación militar y el personal civil que actúa de apoyo.
Tuvimos la suerte de llegar a esta base y de poder compartir “un día en la vida de un poblador antártico” –aunque ya llevamos seis-, algo que es mucho más superador que las dos horas en las que íbamos a ser testigos de la firma de un tratado.
Aquí todo es calidez y buena predisposición por parte de la dotación que encabeza el Teniente Coronel Fernando Isla, dentro de las limitaciones lógicas que implica estar en un lugar semicomunicado y dependiente de las cuestiones meteorológicas.
Todos los habitantes de la base aportan su granito de arena para hacernos las cosas más fáciles, aunque vivir seis días, o quién sabe cuántos más, con un bolso preparado para unas horas, no resulta tan fácil.
La llegada a la base Jubany fue un alivio después de las 20 horas de navegación desde la base chilena en la que nos dejó el Hércules de la Fuerza Aérea, y de la que salimos casi sin pisarla para anticiparnos a la llegada de quienes debían firmar el tratado en la base Argentina.
Veinte horas que fueron casi un bautismo antártico para quien no está acostumbrado a la vida marina –todos nosotros-: un mar tormentoso, grandes olas y un fuerte viento impidieron que el barco pudiera acercarse a la costa para desembarcar, por lo que nos pasamos la mayor parte de la estadía en el buque Olivieri intentando encontrar el sentido de equilibrio y rechazando la posibilidad de alimentarnos.
Antes y después de la vuelta en barco (denominada “circuito hipódromo por la característica del trazado que recorrimos más de cuatro veces), hubo una “interesante” experiencia en gomones para llegar y desembarcar hasta la costa; algo que no recomendamos a quien quiera visitar la Antártida.
Ya en Jubany nos esperaban con chocolate, café y medialunas caseras (nunca más se repitieron), cuartos cómodos y bien calefaccionados, una interesante lista de actividades y lugares para conocer, pero sobre todo, lo más buscado, “tierra, un piso firme”.
Compartimos con los científicos parte de sus trabajos, mucha naturaleza desconocida aún por nosotros, mates y cafés con la gente de la dotación y de la campaña de verano y se armaron buenas guitarreadas a la noche.
Para el esparcimiento no faltan ofertas: una amplia biblioteca, una gran videoteca, cartas, juegos de mesa y hasta un cine, permiten que las horas se pasen más rápido, sobre todo para quienes deben pasar el invierno aquí, porque en verano el trabajo no da mucha tregua.
Igualmente, más allá de la comodidad y de la belleza del glaciar que da un imponente marco al paisaje, llega el momento en que uno comienza a preguntarse “¿cuando volvemos?”. Y la familia, vía MSN o mail pregunta: “¿Cuándo vuelven?”, y los compañeros de la dotación preguntan ¿Cuándo se vuelven ustedes?. Y cada día que pasa hay un amague, y seguimos acá. Las comodidades muchas veces subvaluadas de la vida en la ciudad por momentos se hacen sentir fuerte.
El agua caliente suele no dar abasto en las horas pico, salir a dar ‘una vueltita’ implica someterse a temperaturas bajo cero o apenas por encima, y chocolates y cigarrillos cotizan en bolsa y forman parte de un interesante circuito en que el dinero no cuenta.
“Cuando se abra la ‘ventanita’ salimos”, es la frase que más escuchamos. La ya famosa ventanita es la condición meteorológica ideal para que el avión pueda llegar desde el continente y salir nuevamente hacia allí.
Además esto se tiene que complementar con condiciones de navegabilidad buenas para poder llegar hasta el aeropuerto; algo que, lógicamente, aún no sucedió.
La posibilidad de regresar el domingo se pasó para el lunes, ilusión y desilusión mediante, pasó para el martes, otro día de rumores y de hipótesis, hasta que llegó el anuncio: “el día es el jueves”. Pero no, acá estamos, en la Antártica, y parece que la vuelta es mañana (nos dijeron que es cierto, que no es una broma).
El miércoles, igualmente, fue un día distinto: hicimos un “simulacro” de abandono de la base. Sí, todo comenzó el martes, cuando nos avisaron que “salimos”, nos vestimos con los trajes térmicos naranja fluo –que nos quedan muy lindos aunque parecemos astronautas- y otra vez al agua, para, gomón mediante, embarcar en el buque “Canal de Beagle”.
Este es un barco más grande y más cómodo que nos iba a dejar en la base chilena el jueves para subir al Hércules que nos llevaría a tierra. Incomunicados, ya sin Internet, y con poco espacio por la sobrepoblación del barco intentamos pasarla bien, ayudados por la buena voluntad de la tripulación.
El miércoles lo pasaríamos en el barco, que tenía que realizar algunos trabajos de logística con otros buques que navegan en la zona, una experiencia interesante de presenciar, mucho más sabiendo que al otro día nos volvíamos.
Pero no, la meteorología, la ‘ventanita’ o la ‘pacha mama’ –a esta altura pensábamos cualquier cosa- obligó a un cambio de planes: “No puede llegar el avión a la Antártida, elijan qué quieren hacer, seguir en barco a Ushuaia para llegar en tres días al continente o volver a Jubany”.
Buena pregunta, poco tiempo para contestar y, obviamente para hacerla más difícil, opiniones diferentes, tres querían una cosa y dos la otra, además, las dos opciones tenían su trampita y pesaba un juramento tácito: “moriremos juntos”.
La navegación no nos había dado buenos antecedentes y el viaje a Ushuaia incluía el cruce del siempre bravo estrecho de Drake y la vuelta a Jubany una advertencia: “el avión puede llegar a aparecer por la Antártida en dos, en cinco o en quince días”.
Así y todo, ganó esta última, y aquí estamos, en Jubany. Tierra firme, buena comida (ya pasaron las pizzas, la picada antártica y hoy llega el asado), y oídos bien abiertos esperando escuchar que alguien diga que “se abrió la ventanita”. ¿O seremos demasiado ilusos?.

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